Fénix.
Tarde por medio visitaba a mi tía en su caserón. Mi casa apenas tenía un patio reducido, pavimentado donde no podía jugar sin que mamá me regañara ya sea porque tiraba arena que traía subrepticiamente en una lata vacía o me dedicaba a hacer experimentos con fósforos. Por eso había conseguido ser admitido donde tía Nancy quien soportaba que hiciera hoyos en el fondo su jardín o correteara por el amplio patio trasero con una carretilla de albañil. Sólo me prohibía atormentar el gato de mi prima, gato que me exasperaba por su molicie.
La casona, antigua con un largo corredor a todo su ancho ubicada en la avenida, lucía la fachada descascarada y esa especie de invernadero que era la galería que contaba con muchas ventanas pequeñas desde donde me gustaba mirar el pasto que crecía avasallador en el jardín a la sombra de un soberbio jacarandá; más allá en el patio unas palomas y otros pájaros picoteaban el suelo debajo de guindos y manzanos de tronco torcido. El corredor de la galería, cubierto de cristales, dejaba entrar el sol hasta el medio día dando calor agradable al embaldosado de un tono blanco marfileño ornado con grecas granates que ya mostraban unas cuantas peladuras y algunas trizaduras producidas por el desgaste natural de sus muchas décadas. En un rincón de la galería descansaba una mesita de madera oscura donde se sostenía el macetero que derramaba verdes ramas hasta el piso, finos tentáculos de la planta del dólar – según decía mi tía – para que no faltara dinero en su casa . Arrimado a la pared el infaltable sillón de mimbre con su cojín de tejido a palillos donde mi tía había combinado los restos de lana de variados colores, donde se apoltronaba el gato.
Una mañana de domingo, en el rincón del macetero descubrí un pequeño gorrión. Parecía un niño recién nacido por el color rosado y el movimiento de sus extremidades. Observé un rato a ese ser tan extraño e indefenso que contaba con dos bolsitas oscuras en el lugar de los ojos, desnudo aún sin emplumar. Pájaro que seguramente cayó desde su nido en el árbol a través de un ventanuco. El pequeño pataleaba pretendiendo esconderse tras una pata de la mesa. Sin duda había caído a través de una ventanilla de la galería hacía poco rato, de otra manera Toto, el gato angora de mi prima Matilde – mujer soltera para siempre que vivió su celibato con mi tía – ya hubiese dado cuenta del intruso.
Tomé con cuidado la avecilla y la metí subrepticiamente en un bolsillo de mi chaqueta para llevármelo a casa. Fue un secuestro silencioso. No avisé a nadie de mi hallazgo para evitar cualquier complicación o comentarios que entorpecieran la operación. Me despedí apresuradamente de mi tía cuidando que no se enterara de la sustracción del ave, aprovechando el momento cuando tía Nancy se encontraba dentro de la cocina batallando con unas cacerolas . Corrí las cinco cuadras que distaban hasta mi casa llevando en el bolsillo a quien – pensaba – sería mi mascota.
Ya en mi cuarto, puse la avecilla en una caja de zapatos. Le amontoné un colchoncillo de paja mientras procuraba alambre para confeccionarle una jaula. Me dolieron los dedos batallando con el alambre y el alicate. A pesar del esfuerzo no quedó muy presentable mi construcción, de modo que finalmente la transformé en una rueda como la que había observado en la Mecánica Popular “ Para ejercitar a sus hamsters”.
Alimentaba al pajarillo con unas pinzas para las cejas provenientes del tocador de mamá. Remojaba migas de pan en leche y las introducía en el pico, aunque la avecita se negaba a cooperar con entusiasmo a mis intenciones nutricionales.
Pregunté a papá qué comían las crías del gorrión. En su sillón leyendo un diario de grandes páginas, distraídamente me dijo “bichos”. – ¿ Qué bichos, papá ?- Papá a veces llegaba malhumorado desde el trabajo así que había que hacer gala de cierto tacto para insistir con mi pregunta. – ¡ Bueno ! Gusanos, moscas, zancudos, lombrices, arañas….qué se yo.-
Al día siguiente, antes de ir al colegio, abrí la tapa para mirar mi mascota. Se movió asustado con sus alitas abiertas donde aparecían unos cañocillos que más tarde habrían de ser su plumaje.
De regreso a casa desde la escuela , levanté algunas champas del pasto que crecía en la orilla de la vereda para recolectar algunas lombrices de tierra.
Pensé llamarlo “Fénix”,”Cóndor”, Ícaro o algo así. Algún renombre famoso según había oído, apropiado para un eximio ente volador.
Al abrir la tapa de la caja, encontré a Fénix moribundo. Boqueaba aceleradamente con las alitas abiertas y no tuvo fuerzas para huir hacia la esquina de su caja albergue, esquina de la caja donde se acurrucaba debido al susto que demostraba cuando yo le destapaba su guarida de forma imprevista. -¡ Mamá ! – Grité a mi madre que se aprestaba a servirme el almuerzo – voy a la casa de mi tía Nancy y vuelvo de inmediato.- – No, mi amigo, usted se va a tomar la sopa y se va a comer el segundo plato antes de salir donde la Nancy. Allá va a ir a estudiar y no a jugar con tierra…..-
Me atraganté pensando en el gorrioncillo estertoroso, y sentí arcadas. Fénix moriría si no lo retornaba rápidamente a su nido original en el árbol de mi tía.
-¿ Qué traes en esa caja, niño ? – Pregunta la tía, barruntando que yo escondía algo con mi actitud azorada al momento de abrirme la puerta de calle. A pesar de su miopía no logré esconderle la caja de zapatos debajo de uno de mis cuadernos. Le inventé un cuento lleno de incoherencias mostrándole a Fénix, que ahora tumbado de espaldas hacía un patético pataleo: Le expliqué a la tía que había hallado al pobre pajarito enfermo en el suelo, que lo quise cuidar…Ahora le pedía permiso a ella para intentar subirlo hasta un nido de su jacarandá con la esperanza que sanara. – ¿ Y para qué te lo llevaste ? ¿ Porqué no me avisaste ? – Me hizo más preguntas que hacían cada vez más enredadas e inverosímiles mis respuestas. En el corredor, mi prima Matilde dejó el libro que leía y se levantó del sillón para darme un sermón. Me dijo que yo era un muchacho cruel. Cómo se me ocurría hacer sufrir a ese pajarito de Dios encerrándolo en una caja. La alargada cara de la prima demostró que podía ser aún más fea a causa del enojo.
Cuando el pájaro dejó de respirar bajo la mirada inquisidora de las mujeres y mi espanto, la tormenta arreció. – ¿ Qué dirías tú, niño salvaje, si alguien te encerrara y te dejara morir ? ¿ Por qué no lo dejaste en el jardín para que la pájara lo recuperara ? Si la avecita estaba enferma hubiese muerto en su elemento. Tranquila. No vapuleada por un bárbaro inhumano…..-
Lo recuerdo hoy. Recuerdo de mi niñez, hoy que estoy aquí sentado en el suelo de frías baldosas que sólo las imagino parecidas a las de la galería de mi tía allá en su casa, ya que la venda, ese trapo sucio que me ataron los militares en mis ojos no me permite ver. Seguramente son baldosas blancas con grecas granate. Prisionero en una galería del Palacio de la Risa. Encajonado a merced de bárbaros inhumanos.
L.J.S. MMXXII.